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La educación (I)




Hace no mucho tiempo apareció un escrito de una profesora que se hizo muy famoso. Una arenga a los profesores, resaltando los problemas de la educación hoy en día. Por supuesto, yo estaba de acuerdo en muchas cosas. Y, por supuesto, un gran amigo que, seguramente, esté leyendo esto o lo leerá pronto, no estaba de acuerdo con ninguna, punto por punto.


Una de mis dudas razonables con cualquier cuestión es si las cosas cambian o cambio yo. Me pasa con frecuencia con el fútbol. Recuerdo cómo sentía los partidos cuando era pequeño (y no tan pequeño), cómo marcaba en el calendario esos días de partido grande, como me decepcionaba con la eliminación de mi equipo. Hoy, es diferente. A veces no me acuerdo que hay un gran partido hasta un par de días antes. Incluso yendo al Bernabéu. Durante un tiempo, he llegado a pensar que el fútbol “ya no es lo que era”, que algo había cambiado. Que era todo mercado y negocio, y que se habían olvidado del deporte. Hasta que trabajas con chavales. Entonces, te das cuenta de que ellos lo ven con la misma pasión hoy que lo veía yo con su edad. Y empiezas a fijarte en ellos. Quizá, durante un partido en el Bernabéu, cuando tu equipo falla un penalti importante, y te indignas, hay un chaval a pocos metros de ti llorando por la ocasión fallada como si no hubiese nada más importante en el mundo. Y eso te hace pensar, y es entonces cuando me pregunto ¿ha cambiado el fútbol, o he cambiado yo?


Cuando empecé a dar clase, cada día era una aventura, un misterio. Es cierto que, en poco tiempo, ya había adquirido la experiencia que otros, por otras circunstancias, pueden tardar años en coger. Pero recuerdo la ilusión con que llegaba a clase, y la tristeza con la que afrontaba los viernes. Me gustaba lo que hacía, y las clases se me pasaban muy rápido. ¿Han cambiado las clases? ¿He cambiado yo? Ese es el dilema.


Durante muchos años, siempre que llegaba a casa tenía dos tipos de conversaciones: o hablaba maravillosamente de este o aquel chaval, o de esta o aquella clase, o de lo que había pasado en tal o cual momento, con una alegría como el niño que le pide a su madre que le mire montando en bici, o empezaba a divagar acerca de dejar la educación, que todo era horrible e imposible de arreglar.


Es cierto que este último pensamiento ha ido incrementándose durante los años, y es cierto que creo que hay motivos para pensarlo. Pero también es cierta una máxima: la educación solo tiene dos caras. Es muy difícil llegar a casa indiferente sobre lo que ha pasado durante el día. Lo era entonces y lo es ahora. Por eso, cualquiera de mis conocidos que no se dedican a esto, salvo una persona, son incapaces de comprender esta dicotomía. Hay que estar dentro para sentirlo. Para sentir que, cuando sales de clase, puede ser uno de esos dos días: ese en que crees que lo has hecho todo mal, que has quedado mal en clase, que no has explicado bien las cosas, que los alumnos te odian, etc. O ese en que te sientes superior, crees que todo funciona como un reloj, las clases han ido maravillosamente bien, te has reído y has disfrutado en clase con los alumnos, etc. No suele haber lugar para un estado intermedio.


Esto ya me pasaba aquel primer año durante la suplencia. ¿Será quizá que en aquel entonces obviaba más algunos detalles? Cuando eres un alumno pasa algo maravilloso: piensas que, si el profesor no te mira directamente, o estás sentado suficientemente detrás, entonces no te ve. Cuando eres profesor, pasa otra cosa también maravillosa: te das cuenta de que te das cuenta (valga la redundancia), de prácticamente todo lo que pasa en la clase. Hay momentos en que inevitablemente tienes que hacer como que no ves algunas cosas, y otros que inevitablemente tienes que hacer lo contrario. Pero te das cuenta de todo. ¿Y si en aquellos primeros tiempos me tomaba las cosas con más ligereza, y todo me parecían “cosas de chavales”, y con los años cada vez tengo menos tolerancia? Es posible. Con los años te das cuenta de qué es lo que hace que los alumnos suspendan una asignatura, y quieres evitarlo. Quieres que escuchen cada palabra que dices, que estén atentos toda la clase (las siete u ocho horas de clase al día, y con quince años). Quieres que no interrumpan en clase, que no se muevan y, a ser posible, que sus preguntas tengan sentido y no te pregunten, por ejemplo, por qué llevas una camiseta de tal o cual color en mitad de clase. Y, a veces, olvidamos que son chavales.


Dicho esto, y volviendo al tema original, una cosa no quita a la otra. Si permitimos cualquier cosa bajo el paraguas de “son chavales”, ellos dejarán de ver el límite. Y, sin límite, explorarán hasta donde puedan. Y si eso se hace desde que son pequeños hasta que son mayores, sin control, entramos en un efecto mariposa: agitas la mano para saludar en Río de Janeiro, y provocas un tornado en Moscú. Este es el punto en que estoy más de acuerdo con el escrito de aquella profesora. Estamos amparando, desde muchos frentes distintos, la “libertad” del alumno a hacer cualquier cosa. A que, si se aburre, es natural que hable (que lo es). A que, si llega tarde, no pasa nada porque tiene que tener la libertad para jugar. A que, si no estudia, no pasa nada porque tiene derecho a tener tiempo libre (todo el del mundo y más), etc. Entonces, el chaval deja de ver límites a nada. Todo lo que haga está bien y no es juzgable. Creo que entre los dos extremos hay un amplio abanico de opciones.


Hay algo que me resulta muy interesante en la educación y en la vida en general, y es extrapolar. Ver lo que pasó hace dos años, hace un año, este año y hacer una predicción a cinco años. Es curioso, porque salvo contadas ocasiones, suelo fallar poco. Y, cuando tratas de educación, una ligera variación suele suponer terribles consecuencias. Por ejemplo, si un alumno habla en clase mientras uno explica, y no se le dice nada, es altamente probable que vuelva a hacerlo en poco tiempo. Y, más aún, que el que está al lado piense “si él puede…”. En una misma clase, de una hora de tiempo, no decir nada a un alumno que habla mientras explicas es un riesgo de que, a la media hora, tengas a toda la clase hablando a la vez.


Por supuesto, no puedes cortar todo lo que ocurre. Sería imposible realizar una clase normal, y pasarías más tiempo recriminando que dando clase. Pero tampoco puedes permitirlo todo. Y en una misma clase se te puede disparar el problema. Pero cuando esos chavales hablen con sus amigos y les cuenten que en tu clase estaban tranquilamente hablando y tú no has dicho nada, el problema pasará a las demás clases, y en mucho menos tiempo del que puedes imaginar te habrás creado la fama de que no controlas la clase. Y, entonces, es muy difícil volver atrás. El tornado en Moscú.


Siempre me ha gustado ver esas series de televisión, o esos reportajes de las noticias, que cuando enseñan una clase todo el mundo está callado y mirando al profesor. En las series, hay uno que, puntualmente, se ríe o interrumpe, mientras el resto de su clase permanece impasible. Esto me supone dos reflexiones. La primera es que la imagen que se da de las clases a la sociedad es esta. Sería muy interesante grabar cualquier clase de cualquier colegio del mundo en vídeo, un día cualquiera, y comparar con esa idílica imagen. La segunda es que, si realmente sólo molestase un chaval, puntualmente, todo sería muy sencillo. El problema es que no es uno, ni dos. Por esto es un equilibrio muy poco estable. Un equilibrio muy interesante, por otra parte, por el que, en general, merece la pena luchar.


Hace un par de meses, una cierta mañana, iba escuchando la radio. Estaban hablando sobre educación. Cuando quedaba muy poco de programa, uno de ellos pidió paso para decir algo. La presentadora le avisó que quedaban apenas segundos, pero él rápidamente metió la frase, hablando muy rápido. Y empezó a recitar lo siguiente:


“La juventud de hoy ama el lujo. Es mal educada, desprecia la autoridad, no respeta a sus mayores, y chismea mientras debería trabajar. Los jóvenes ya no se ponen de pie cuando los mayores entran al cuarto. Contradicen a sus padres, fanfarronean en la sociedad, devoran en la mesa los postres, cruzan las piernas y tiranizan a sus maestros”


Reconozco que me reí y pensé “qué bien acaba de describir la educación hoy día, y qué pena”. Pero, en los pocos segundos que le quedaban, justo cuando pensé que eso era solo lo que quería decir, apresuradamente, completó:


“Y ¿sabéis quién dijo esta frase? Sócrates, hace 2500 años”.


Prácticamente las señales horarias sonaron a la par que la última palabra. Y reconozco que me quedé atónito. Me sorprendió. Y me dio que pensar. Me removió muchas cosas que había estado pensando mucho tiempo, y reenfoqué otras desde otro ángulo distinto. Ese día llegué con otra actitud a clase.


A lo mejor es verdad que criticamos demasiado algo que, de hecho, es natural. A lo mejor vemos muchos fantasmas donde no hay tantos. O, a lo mejor, hay algo que estamos haciendo mal. Durante 2500 años…


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